La atención a la
diversidad en el ámbito educativo se concreta en diferentes niveles y supone
tomar decisiones que atañen a numerosos agentes, desde las instancias que
legislan en materia educativa hasta los órganos de coordinación de los centros
docentes pasando por el profesorado que es quien asume, en última instancia, la
responsabilidad de enseñar a un alumnado diverso.
El origen de las
diferencias en las capacidades, motivaciones e intereses del alumnado hay que
buscarlo en las interacciones que se establecen entre las características
personales de cada uno de ellos (rasgos de personalidad, disposiciones intelectuales,
estilos y estrategias de aprendizaje, ...) y las propias de las situaciones,
experiencias y tareas a las que se ven confrontados dentro y fuera de las
aulas. De ahí que tener en cuenta esta diversidad suponga la puesta en marcha
de actuaciones educativas que permitan el máximo ajuste a las características
del alumnado con el fin de promover en ellos un adecuado desarrollo de todas
las capacidades constitutivas del ser humano (cognitiva, motriz, sensorial,
afectiva, de interacción personal y relación social)
Los dos niveles generales
en que pueden concretarse las medidas de atención a la diversidad están
representados por la administración educativa y los centros docentes. Dentro de
estos últimos se pueden establecer nuevos ámbitos de concreción en función de
su organización, entendida ésta tanto en un sentido vertical o jerárquico, como
transversal u horizontal entre aquellos que comparten un mismo espacio de
intervención.
Las características de cada uno de estos niveles se describen brevemente
a continuación:
1. La Administración Educativa, en el ejercicio de sus
funciones, colabora dotando de un marco normativo a la práctica docente, así
como gestionando los recursos materiales y humanos que tiene a su cargo.
La misma organización curricular del Sistema Educativo constituye una
medida de atención a la diversidad en tanto que establece un curriculo oficial,
abierto y flexible, en cuya concreción participan desde las administraciones
educativas de las comunidades autónomas, hasta los centros escolares y el
propio profesorado que desarrolla su trabajo en ellos. Esto permite que los
objetivos generales que se persiguen en cada etapa y área, así como las
competencias básicas, contenidos y criterios de evaluación, se concreten en
distintos niveles en función de las disposiciones que se establezcan en dichas
administraciones y centros, atendiendo siempre a las características de la
población a la que van dirigidos.
Por otro lado, la estructura del Sistema Educativo también colabora en
la atención de este principio en la medida en que organiza la enseñanza en una
Etapa Obligatoria, de carácter comprensivo e integrador, y otra
Post-Obligatoria más especializada. Dentro de la Etapa Obligatoria, las
administraciones educativas atienden a la diversidad de forma genérica
ofertando un espacio de optatividad cada vez mayor a medida que se avanza por
la misma, especialmente dentro de la Educación Secundaria Obligatoria..
2. Los Centros Docentes contribuyen a garantizar la
atención de la diversidad desde varios niveles:
·
El nivel más general corresponde al Proyecto Educativo de Centro,
donde se establecen el conjunto de intenciones pedagógicas con las que se
pretende atender a las necesidades del alumnado en función de las
características del contexto físico y socioeconómico. Es importante que estas
primeras directrices inspiren en el mismo sentido la labor docente de todos los
profesionales a los que se dirige, facilitando de esta forma la asunción
colectiva del compromiso de calidad que debe regir el funcionamiento de
cualquier centro docente.
·
En el Proyecto Educativo también se incluyen dos instrumentos que
contribuyen a la atención de la diversidad de forma ordinaria: el Plan de
Acción Tutorial (PAT) y el Plan de Orientación Académica y Profesional (POAP).
Ambos comparten la finalidad de asegurar el seguimiento del proceso educativo
del alumnado, de procurar su efectiva inserción y participación en el centro
así como de proporcionarles una orientación académica y profesional adecuada a
sus características, motivaciones e intereses.
·
Los Equipos Directivos realizan una planificación
adecuada de los espacios, tiempos y recursos pedagógicos y humanos con el fin
de conseguir una mejor atención educativa del alumnado y facilitar, al mismo
tiempo, el desempeño de la labor docente.
·
Los Departamentos de Coordinación Didáctica, Equipos de Ciclo y
la Orientación Educativa, con objeto de dar coherencia a su
trabajo y asegurar el cumplimiento del principio de igualdad de todo el
alumnado ante la educación, incluyen en sus Programaciones Didácticas o en sus
Planes de Trabajo, un apartado dedicado a la atención a la diversidad dentro
del cual se recogen los aspectos generales que atañen a la organización de
todas las medidas que se apliquen centradas en favorecer el proceso de
aprendizaje del alumnado.
·
La Práctica Docente constituye el ámbito de
intervención más directo desde el que atender a la diversidad. Las
programaciones didácticas suponen el nivel máximo de concreción del currículo
oficial de cada Etapa y constituyen el documento donde deben estar más explícitamente
recogidos los objetivos, competencias básicas, contenidos, criterios de
evaluación y aspectos metodológicos necesarios para permitir una adecuada
organización de las tareas de enseñanza y aprendizaje dentro del aula.
Por otro lado la acción tutorial, responsabilidad de todo el
profesorado, es parte esencial de la función docente. La diversidad actual de
las aulas dificulta la tarea de atender, guiar y enseñar en un clima adecuado
que favorezca la convivencia y la cooperación en el aprendizaje. Estas nuevas
demandas exigen al profesorado desarrollar numerosas competencias que hacen
necesaria su formación permanente en la adquisición de habilidades y
estrategias con las que afrontar y dar respuesta a los retos que se plantean en
los actuales contextos educativos
Posibles aportaciones
de la evaluación para la mejora de los sistemas educativos
La preocupación por la mejora
cualitativa de la educación está presente en la práctica totalidad de los
países desarrollados o en vías de desarrollo. Existe, por una parte, la
convicción de que los sistemas educativos actuales no funcionan de modo tan
eficaz, eficiente y equitativo como a menudo se proclama o se pretende. Por
otra parte, el discurso del cambio está dejando de ser autolegitimador, ya que
la pregunta acerca de las consecuencias de los importantes procesos de reforma
y transformación emprendidos en muy diversos países exige una respuesta
precisa. Ya no basta con proclamar la necesidad del cambio, siendo necesario
indicar hacia dónde debe producirse, qué efectos cabe esperar y qué medios se
dispondrán para valorar sus consecuencias. Así, puede decirse que hoy en día
resulta imposible para las administraciones públicas obviar el debate sobre la
calidad de la educación y los medios para mejorarla.
En el contexto de ese debate la
evaluación ocupa un lugar cada vez más central, junto a otros elementos tales
como la actuación profesional del docente, el proceso de diseño y desarrollo
del currículo, o la organización y funcionamiento de los centros educativos.
Entre las posibles aportaciones que puede realizar la evaluación para la mejora
cualitativa de la educación, se han seleccionado aquí cuatro, consideradas las
más relevantes.
Conocimiento y
diagnóstico del sistema educativo
La primera de las funciones que
desempeña la evaluación en relación con la mejora cualitativa de la enseñanza
es precisamente la de proporcionar datos, análisis e interpretaciones válidas y
fiables que permitan forjarse una idea precisa acerca del estado y situación
del sistema educativo y de sus componentes. Es lo que se suele denominar función
diagnóstica de la evaluación, íntimamente vinculada al nuevo estilo de conducción antes
aludido. Dicha tarea de diagnóstico permite alcanzar un doble objetivo: en
primer lugar, satisface la demanda social de información que se manifiesta de
manera creciente en las sociedades democráticas; en segundo lugar, sirve de
base para los procesos de toma de decisión que se producen en los diferentes
niveles del sistema educativo, por sus diversos agentes.
La citada función diagnóstica abarca
diversos ámbitos, sin circunscribirse a uno solo. En efecto, es bien sabido que
la evaluación educativa comenzó refiriéndose primordialmente a los estudiantes
y a sus procesos de aprendizaje, ya desde finales del siglo pasado, para ir
posteriormente ampliándose hacia otros terrenos, en épocas más cercanas a la
nuestra. Dicha ampliación se fue produciendo mediante la colonización de
ámbitos cercanos, en lo que ha constituido un rasgo característico de su
desarrollo.
Así, tras la amplia experiencia
adquirida durante décadas en lo relativo a la evaluación de los aprendizajes
alcanzados por los alumnos y a la medición de las diferencias existentes entre
éstos, el siguiente ámbito abordado de manera rigurosa fue el de la evaluación
de los programas educativos. Pero el cambio fundamental de orientación
científica y práctica se produjo cuando las instituciones educativas y el
propio sistema en su conjunto comenzaron a ser objeto de evaluación. Ese
momento, relativamente cercano a nosotros en el tiempo, representó un hito
importante en el desarrollo de la evaluación educativa.
Como consecuencia de dicho proceso, la
evaluación ha ido abarcando ámbitos progresivamente más amplios, al tiempo que
se ha diversificado. Es cierto que su práctica cotidiana sigue estando
principalmente referida a los aprendizajes de los alumnos, aunque adoptando
procedimientos más acordes con los nuevos modelos de diseño y desarrollo del
currículo, de carácter más flexible y participativo que los tradicionales
(OCDE, 1993). No obstante, en la medida en que los factores contextuales
adquieren un lugar más relevante en el desarrollo curricular, resulta
improcedente limitar el ámbito de la evaluación exclusivamente a los alumnos y
a sus procesos de aprendizaje. Si el resultado de dichos procesos es el fruto
de un conjunto de actuaciones y de influencias múltiples, no es posible
ignorarlas.
En coherencia con dicho planteamiento,
la nueva lógica de la evaluación ha llevado, en primer lugar, a interesarse por
la actuación profesional y por la formación de los docentes, siempre
considerados una pieza clave de la acción educativa. Otro tanto podría decirse
del propio currículo, entendido como elemento articulador de los procesos de
enseñanza y aprendizaje, y del centro docente, lugar donde éstos se
desarrollan. Y llegados a este punto, no tiene sentido dejar fuera del foco de
atención a la propia administración educativa ni los efectos de las políticas
puestas en práctica. De este modo, el conjunto del sistema educativo se
convierte en objeto de evaluación.
Como puede concluirse a partir de las
líneas anteriores, los mecanismos de evaluación actualmente disponibles son
capaces de suministrar una información rica y variada acerca del sistema
educativo y de sus diversos componentes. Aunque no todos ellos sean igualmente
accesibles a la tarea evaluadora, ni puedan menospreciarse las dificultades
existentes para efectuar trabajos concretos en los diferentes ámbitos antes
mencionados, parece suficientemente demostrada la capacidad de la evaluación
para generar conocimiento válido, fiable y relevante acerca de la situación y
el estado de la educación, como paso previo a la toma de decisiones
susceptibles de producir una mejora de su calidad. A ello se hacía referencia
al hablar más arriba de la función diagnóstica que cumple la evaluación.
Son cada vez más los países que han puesto
en marcha programas de evaluación diagnóstica de sus sistemas educativos, a
menudo llevados a cabo por instituciones creadas al efecto (como es el caso, en
España, del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación). Las modalidades en que
dichos programas se concretan son muy variadas. En ocasiones adoptan la forma
de pruebas nacionales, ya sean de carácter censal o muestral, o de operaciones
estadísticas diseñadas al efecto; en otras, se trata más bien de una recogida
de información de carácter administrativo. Más a menudo, se combinan ambos
tipos de datos y de fuentes para la elaboración de informes de síntesis.
También puede variar el grado relativo de utilización de métodos cuantitativos
o cualitativos, tendiéndose cada vez más a combinar unos y otros, con el fin de
explotar sus virtudes respectivas y reducir sus limitaciones.
Entre los mecanismos puestos en
práctica para efectuar un diagnóstico del sistema educativo, quizás el más
novedoso sea la elaboración y cálculo sistemático de indicadores de la
educación, al que ya se hizo alguna alusión al comienzo. Si bien continúan
estando sometidos a polémica, no cabe duda de que han tenido gran incidencia
sobre los modos de concebir y utilizar la información acerca de la educación.
En efecto, los indicadores educativos
han venido a transformar notablemente el campo de la estadística tradicional,
siguiendo así una tendencia iniciada en otros ámbitos sociales hace más de
treinta años y a la que se ha sumado recientemente la educación (CERI, 1994).
El impacto producido se debe más a su significación y a la utilización que de
ellos se hace, que a sus fundamentos técnicos y su procedimiento de obtención.
En realidad, desde el punto de vista de su cálculo no son muchas las novedades
que introducen, aunque no ocurre lo mismo en lo que se refiere a su definición
y, sobre todo, su uso.
En el lenguaje educativo actual, se
entiende por indicador un dato o una información (general
aunque no forzosamente de tipo estadístico) relativos al sistema educativo o a
alguno de sus componentes capaces de revelar algo sobre su funcionamiento o su salud (Oakes,
1986). El rasgo distintivo de los modernos indicadores es que ofrecen una
información relevante ysignificativa sobre las
características fundamentales de la realidad a la que se refieren. Desde esa
perspectiva, además de aumentar la capacidad de comprensión de los fenómenos
educativos, pretenden proporcionar una base lo más sólida posible para la toma
de decisiones.
Son varios los motivos que sustentan el
interés despertado por los modernos sistemas de indicadores: a) proporcionan
una información relevante sobre el sistema que describen; b) permiten realizar
comparaciones objetivas a lo largo del tiempo y del espacio; c) permiten
estudiar las tendencias evolutivas que se producen en un determinado ámbito; d)
enfocan la atención hacia los puntos críticos de la realidad que abordan. Fruto
de ese interés han sido las diversas iniciativas desarrolladas, a escala
nacional e internacional, para construir sistemas de indicadores de la educación,
a varias de las cuales ya se ha hecho mención.
En conjunto, no parece exagerado
afirmar que la construcción de indicadores de la educación está provocando la
revisión de los mecanismos tradicionales de información acerca de los sistemas
educativos. Y cualquiera que sea la conclusión final que se alcance sobre las
posibilidades y los límites de los indicadores en cuanto mecanismos de
información relevante y políticamente sensible, no cabe duda de que producirán
un efecto beneficioso sobre la función diagnóstica que ya viene ejerciendo la
evaluación.
Conducción de los
procesos de cambio
Si la evaluación cumple una función
permanente de información valorativa acerca del estado de la educación, dicha
tarea adquiere una importancia aún mayor en épocas de cambio acusado y durante
los procesos de reforma educativa. En esas circunstancias, su contribución a la
mejora cualitativa de la educación resulta más evidente, si cabe.
Al hablar de cambio y
de reforma hay que tener cuidado con no identificar ambos
términos. De hecho, hay un gran debate acerca de la conexión o independencia de
ambas realidades. Para algunos autores, los procesos de reforma constituyen la
ocasión privilegiada para transformar profundamente las bases de la tarea
educativa y su incidencia social (Husen, 1988). Para otros, por el contrario,
las grandes reformas educativas se han mostrado generalmente incapaces de
cambiar las prácticas y la cultura de las escuelas y de los
docentes (Gimeno, 1992). Dada esa discrepancia, no deben tomarse ambos términos
como sinónimos, estrictamente hablando.
No obstante, al hablar aquí de la
influencia de la evaluación en la conducción de los procesos de cambio, se hace
referencia a los procesos de carácter intencional, esto es, a los que se
plantean unas metas determinadas y pretenden alcanzarlas. En algunos casos,
dichos cambios tienen una dimensión exclusivamente local o institucional; en
otros, se refieren a ámbitos más amplios, de carácter regional o nacional. A
veces, tales transformaciones responden a planes elaborados de antemano; otras
veces, se producen de manera escasamente planificada. Así considerados, los
procesos de cambio llegan a solaparse parcialmente con las reformas, en el caso
de plantearse objetivos de la suficiente generalidad como para afectar a rasgos
básicos del sistema educativo. En conjunto, puede afirmarse que el estudio de
los procesos de cambio constituye hoy en día una aportación de primer orden
para la comprensión de los fenómenos educativos (Fullan, 1991 y 1993).
Las tensiones y exigencias que
experimentan los sistemas educativos para dar respuesta a las múltiples demandas
recibidas desde diversas instancias sociales les han obligado a adaptarse
continuamente a las nuevas circunstancias. Ello ha determinado la puesta en
marcha de procesos acelerados de cambio, llámense o no reformas, que
constituyen hoy en día una experiencia habitual en muy diversos lugares.
Los procesos de cambio pueden abarcar
diversos ámbitos del sistema educativo. La clasificación más tradicionalmente
aceptada es la que distingue entre transformaciones estructurales,
que afectan a la división, secuencia y duración de las etapas educativas; curriculares,
que afectan a la definición, diseño y desarrollo del currículo impartido en las
escuelas; yorganizativas, que afectan a las condiciones en que se
desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje en los centros educativos.
Sean de uno u otro tipo, lo cierto es que un gran número de países de nuestro
entorno están inmersos en dinámicas de cambio y/o de reforma educativa, de
distinta envergadura, con diferentes objetivos y siguiendo estrategias muy
variadas. Tanto es así, que en algunos casos se ha llegado a hablar de que los
sistemas educativos han entrado en una fase de reforma permanente.
Más allá de la diversidad interna y
multiforme de los procesos de cambio, la mayoría de los países que los afrontan
manifiestan un claro interés por evaluar sus efectos. Tanto por la inversión de
recursos económicos, materiales y humanos que suelen exigir, como por las expectativas
que generan, los ciudadanos, las familias, los docentes, los administradores y
los responsables políticos de la educación demandan una valoración de sus
resultados. Desde una lógica democrática, parece razonable que la toma de
decisiones acerca de cuestiones que tanto y tan íntimamente afectan a la
sociedad se realice a través de una evaluación cuidadosa y sistemática de los
efectos producidos en las situaciones de cambio.
Dicha utilización es plenamente
concordante con el concepto de conducción que antes se
presentaba, entendido como un proceso de recogida sistemática de información
con carácter previo a la toma de decisiones. Por otra parte, concuerda
plenamente con una tendencia crecientemente implantada en los aparatos
administrativos, como es la evaluación de políticas públicas, entendida como
alternativa a la evaluación por el mercado. Por ello, no debe resultar extraño
el recurso cada vez más frecuente de las administraciones públicas a la
evaluación como estrategia para efectuar la conducción de los procesos de
cambio y/o de reforma y para la propia gestión y administración del sistema
educativo en su conjunto.
De acuerdo con estas nuevas
perspectivas, parece indudable que la evaluación puede realizar una importante
contribución a la mejora de la educación, a través del seguimiento permanente y
riguroso de los efectos producidos por los procesos de cambio que tienen lugar
en los sistemas educativos. Los trabajos de evaluación de las reformas
educativas, cada vez más frecuentes, permiten cumplir el triple propósito de
obtener más y mejor información sobre el alcance y las consecuencias de dichos
procesos; objetivar el debate público sobre los mismos, contribuyendo a
descargarlo de pasión y de prejuicios; y apoyar la toma de decisiones, que en tales
circunstancias debe realizarse con carácter frecuente e inmediato. La mejora de
la calidad de la educación pasa por la evaluación sistemática y rigurosa de los
procesos de cambio y de las reformas educativas.
Valoración de los
resultados de la educación
Como se señalaba anteriormente, la
implantación de los nuevos modelos de administración y conducción de los
sistemas educativos ha producido como efecto un renovado interés por el
análisis y la valoración de los resultados logrados por los estudiantes, por
los centros y por el conjunto del sistema. La pregunta acerca de cuáles sean
los logros que pueden presentar los sistemas educativos se ha situado en el
foco de nuestra atención. Y también en este sentido la evaluación puede
realizar una aportación relevante al conocimiento del estado de la educación y
contribuir así, aunque sea indirectamente, a su mejora.
A pesar de la afirmación anterior, hay
que reconocer que la evaluación de los resultados no es una tarea fácil en
absoluto. Una primera dificultad se encuentra en los diversos niveles de
análisis (estudiantes, centros, sistema) que dicha evaluación permite. Así, por
ejemplo, la pregunta por los resultados del aprendizaje de los alumnos no es
idéntica a la relativa a los logros de una escuela. Aquí, no obstante, no se
considera el primer nivel en su dimensión estrictamente individual, sino en
cuanto indicativo de los logros de una institución o de un sistema. Pero ello
no salva todas las dificultades, como se verá a continuación.
Una segunda dificultad estriba en la
propia delimitación de qué debe entenderse por resultados de la
educación. En principio, parece evidente que éstos han de guardar relación
con los objetivos que cada sistema educativo establece para sus ciudadanos.
Pero ese nivel de generalidad en la respuesta resulta insuficiente para definir
con nitidez qué resultados deben medirse y cómo ha de hacerse dicha evaluación.
La respuesta más habitual a dicha cuestión pasa por distinguir tres grandes
grupos de objetivos de la educación, a partir de los cuales definir los
resultados (Thélot, 1993).
El primer objetivo consiste en la
transmisión de unos conocimientos, unas habilidades y una cultura a los
ciudadanos jóvenes. A partir del mismo, pueden llegar a establecerse los
resultados previstos, definiéndolos en relación con el aprendizaje desarrollado
por los alumnos a lo largo de las diferentes etapas, ciclos y grados del
sistema educativo. Obviamente, la valoración de los logros alcanzados debe
referirse a los diversos ámbitos del currículo y no sólo a algunos de ellos.
Dicho de otro modo, la evaluación debe ser lo más completa posible. Además,
dichos logros han de ser puestos en relación con el contexto y las condiciones
concretas de los centros escolares y con los procesos en ellos desarrollados. Y
a eso podría añadirse que la evaluación ha de orientarse hacia los logros más
relevantes, sin pretender ser absolutamente exhaustiva.
El segundo gran objetivo de la
educación es el de preparar a los estudiantes para su inserción profesional. A
partir de dicho objetivo puede definirse otro conjunto de resultados. Los
indicadores que ponen en conexión la educación y el empleo quedarían aquí
incluidos, aunque sin agotar completamente el campo de estudio. Otros aspectos
a considerar serían la adquisición de competencias profesionales básicas y
específicas, el desarrollo de personalidades activas y emprendedoras y la
adquisición de métodos rigurosos de trabajo. Su evaluación constituye un
segundo bloque a tener presente a la hora de valorar los resultados de la
educación.
El tercer gran objetivo consiste en
formar a los futuros ciudadanos de un país, desarrollando en ellos un conjunto
de valores deseables. Entre los resultados a valorar en este apartado deberían
mencionarse la adquisición de una educación cívica, el desarrollo de actitudes
democráticas y tolerantes o la formación de personas activas, participativas,
socialmente integradas y responsables de sus acciones, por no citar sino
algunos aspectos básicos. Nos acercamos aquí al ámbito de las actitudes y de
los valores, que debe ser considerado seriamente en un mecanismo de evaluación
de los resultados educativos.
Además de los tres objetivos
mencionados en los párrafos anteriores, es muy frecuente encontrar referencias
a otros, entre los cuales la reducción de las desigualdades ocupa un lugar
prioritario en muchos sistemas educativos. En este caso, dicha dimensión ocupa
un lugar relevante a la hora de evaluar los resultados de la política
educativa.
Como es evidente, la valoración de
dichos resultados es tan importante como difícil. Es importante porque
constituye la medida fundamental del éxito alcanzado por un sistema educativo
determinado en relación con el logro de sus objetivos centrales. En este
sentido, no hay país que pueda ignorar la relevancia de dicha valoración. Pero
es difícil por motivos tanto conceptuales (en la medida en que las necesidades
sociales e individuales cambian, la educación también lo hace o debe hacerlo)
como empíricos (la propia amplitud de la tarea propuesta es su principal enemigo).
Dicha dificultad está en el origen de la reducción que hacen en la práctica los
sistemas educativos al afrontar su evaluación, consistente en desplazar la
atención desde los resultados deseables hacia los efectivamente medibles. Dicha
reducción es motivo frecuente de críticas, muchas veces serias y rigurosas.
Hablando en términos generales, puede
afirmarse que la importancia de la tarea de evaluación de los resultados
prevalece sobre su evidente dificultad. Como se mencionaba más arriba, son cada
vez más los países que han puesto en marcha programas de esa naturaleza. En
ocasiones, dicha evaluación se realiza a partir de datos administrativos, tales
como las tasas de aprobados por materias, las cifras de graduación por niveles
educativos o las de abandono de los estudios, cuya obtención es relativamente
sencilla aunque las conclusiones de ellos extraídas sean poco sofisticadas. En
otras ocasiones, la evaluación se realiza mediante la puesta en marcha de
mecanismos más complejos y de mayor capacidad comparativa, tales como la
aplicación de pruebas estandarizadas. En este último caso, hay que dar
respuesta a los diversos problemas planteados, tales como la determinación de
los indicadores más relevantes, el carácter, amplitud y modalidad de dichas
pruebas, las áreas seleccionadas o la periodicidad de la obtención de los
datos, por no hacer sino referencia a algunos de ellos.
No cabe duda de que también en este
ámbito la evaluación puede contribuir notablemente a la mejora cualitativa de
la educación. El conocimiento objetivo y la valoración rigurosa de los
resultados de la educación, generalmente efectuados a partir de su comparación
a través del tiempo y del espacio, constituye una base sólida para la toma de
decisiones encaminadas a la mejora. Al menos, muchos países parecen haber
apostado decididamente por esta tesis al emprender ese camino.
Mejora de la
organización y funcionamiento de los centros educativos
La evaluación no sólo contribuye a la
mejora cualitativa de la educación en los diversos sentidos que se han
analizado en las páginas anteriores. Con ser importantes, dejan de lado un
ámbito fundamental, cual es el de los procesos que tienen lugar en el interior
de los centros educativos y, muy especialmente, su organización y
funcionamiento. Como ha sido muchas veces puesto de relieve, la evaluación de
los centros constituye un requisito ineludible para la mejora de la calidad de
la educación (Casanova, 1992).
En efecto, esta perspectiva es
complementaria de la adoptada al diagnosticar el estado y la situación del
sistema educativo, al evaluar los efectos de los procesos de cambio o al
valorar los resultados educativos alcanzados. Cuando la evaluación se orienta
hacia las instituciones pone el énfasis en aspectos tales como los procesos
educativos, los métodos didácticos, las relaciones interindividuales y
grupales, el clima escolar, la distribución y utilización de
los recursos o el desarrollo del currículo, por no citar sino algunos de ellos.
Movidos por ese propósito de desvelar la realidad educativa tal y como se
presenta en su encarnación escolar, los mecanismos de evaluación permiten
arrojar luz sobre el interior de la mencionada caja negra que
son los centros y comprender cómo la educación en abstracto se convierte en
relación educativa concreta (Santos, 1990).
Ahí radica precisamente el interés de
la evaluación de los centros, en la atención que presta a los aspectos
microscópicos de la educación, a los procesos educativos concretos, a la
traslación de las políticas y las ideas a la práctica. Esa perspectiva de
reflexión sobre la práctica educativa, complementaria de las que antes se han
presentado, constituye su principal atractivo.
Intentando analizar la contribución que
la evaluación de centros puede realizar para la mejora cualitativa de la educación,
cabe destacar tres posibles aportaciones. En primer lugar, la evaluación de
centros proporciona un conocimiento detallado de los procesos de enseñanza y
aprendizaje. En ese sentido, permite conocer cómo se construye la realidad
educativa, apreciando los aspectos más cualitativos de la misma y respetando al
mismo tiempo su complejidad. Desde ese punto de vista, la evaluación de los
resultados educativos adquiere una nueva perspectiva, al ponerlos en conexión
con las condiciones y variables que los determinan y, de manera muy singular,
con la organización y el funcionamiento del centro. Como se ha señalado
reiteradamente, dicho conocimiento es un requisito indispensable para la mejora
cualitativa.
En segundo lugar, la evaluación de los
centros constituye una base sólida para la propuesta y la adopción de programas
individualizados de mejora. Siendo en los centros donde se determina la calidad
de la educación, se comprenderá la importancia que adquiere su evaluación, al
permitir la detección de los puntos fuertes y débiles de su funcionamiento. Así
entendida, la evaluación de los centros adquiere sentido por sí misma.
En tercer lugar, la evaluación de los
centros permite «iluminar» la situación general del sistema
educativo, a través del análisis de algunas de sus concreciones. Trascendiendo
el ámbito de la institución singular, la evaluación de centros aporta elementos
para la interpretación de los datos relativos al conjunto o a algunas parcelas
del sistema. No hay que deducir de aquí que su papel sea meramente
instrumental. Como se ha insistido, los centros deben ocupar un lugar propio en
el mecanismo de evaluación del sistema educativo, sin ser simplemente
considerados como suministradores de información.
De cuanto se ha expuesto en las líneas
anteriores, se infiere el importante papel que desempeña la evaluación de los
centros educativos para la mejora cualitativa de la educación. Dicha
contribución viene a sumarse a las que realizan otras actividades de
evaluación, configurando en conjunto un instrumento muy valioso para el
conocimiento y la mejora de la educación.
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